jueves, 26 de agosto de 2010

Siempre tuvo la capacidad de aprender algo de todas las situaciones que la vida le ponía en su camino. Aquel verano estuvo cargado de atardeceres en coches descapotables por carreteras en las que nunca había estado. Aprendió que tienen razón cuando dicen que todos los caminos te llevan a algún sitio. Aprendió que el amor está sobrevalorado y que tenía más amigos que la consideraban alguien indispensable de los que se podía imaginar. Aprendió que los cafés en lugares extraños y solitarios se saborean mejor y que los libros al caer la tarde te regalan frases que pueden describir prácticamente cualquier situación de tu vida. Aprendió que le bastaba sólo una nota musical para ponerse a bailar y que, en ocasiones, una mirada era más que suficiente para tomar una decisión (acertada o no). Aprendió que una simple caricia podía mover su mundo y que un polvo, podía dejarla en el sitio que estaba sin mayor trascendencia. Aprendió que a veces los centímetros que separan a dos personas pueden parecer kilómetros interminables [y viceversa]. Y que los helados de queso Philadelphia con fresas están impresionantemente buenos.

Aprendió todo eso y muchas más cosas. Por ejemplo, también aprendió, que todos los veranos (pero todos, todos) son susceptibles de convertirse en el verano de tu vida. Todo es cuestión de actitud.

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